viernes, 20 de junio de 2008

Pesadilla en Abbey Road II


Estaba cepillándose los dientes, como cada noche. De repente, miró el espejo, y vio algo que le heló la sangre. Ahí detrás había alguien.
Era alguien poco corriente. Es decir, no es que tener a alguien espiándote mientras te lavas los dientes en una fría noche de diciembre se pueda tildar de corriente. Tampoco se puede tildar de agradable, puesto que este tipo de encuentros suele acabar de forma poco agradable, ya que sabe Dios qué clase de mente enferma puede disfrutar viendo a una chica persona lavándose los dientes.
El sujeto que estaba detrás de ella tenía la tez morena e iba vestido como un bucanero británico en el Caribe del siglo XVII con poco aprecio por la higiene dental.
El caso es que ahí estaba ella, ahora mirando de frente al extraño individuo vestido de bucanero británico en el Caribe del siglo XVII con poco aprecio por la higiene dental que la espiaba en el baño, que le devolvió la mirada, y se presentó.
-Hola, me llamo Hexakosioihexekontahexafobia -dijo-, y soy de Betelgeuse V, de un extraño planeta que, por alguna estúpida coincidencia sin ninguna lógica, se llama Francia.
La chica se quedó traspuesta. 'Bueno', pensó, 'no se puede ser una buena doctora en Astrofísica si no se conoce a un simpático extraterrestre vestido de bucanero británico en el Caribe del siglo XVII con poco aprecio por la higiene dental que la espiaba en el baño alguna vez en la vida'.
- Ah, por cierto, tengo dos cabezas. -dijo, como quien no quiere la cosa, a ala pobre chica- Yo, errr esto... ¿quieres venirte conmigo?
- Venga, vale, ¿por qué no?
Y se fueron caminando dulcemente.
- Hexy...
- ¿Sí?
- ¿Sabes que es lo más bonito que me han ofrecido nunca? -y desaparecieron.

viernes, 13 de junio de 2008

Pesadilla en Abbey Road


En los remotos e inexplorados confines del arcaico extremo occidental de la espiral de la Galaxia, brilla un pequeño y despreciable sol amarillento.
En su órbita, a una distancia aproximada de ciento cincuenta millones de kilómetros, gira un pequeño planeta totalmente insignificante de color azul verdoso cuyos pobladores, descendientes de los simios, son tan asombrosamente primitivos que aún creen que llevar chancletas y piratas es de buen gusto.
Este planeta tiene, o mejor dicho, tenía, el problema siguiente: la mayoría de sus habitantes eran infelices durante todo el tiempo. Muchas soluciones se sugirieron para tal problema, pero la mayor parte de ellas se referían principalmente a los movimientos de pequeños trozos de papel verde; cosa extraña, ya que los pequeños trozos de papel verde no eran principalmente quienes se sentían infelices.
De manera que persistió el problema; muchos eran humildes y la mayoría se consideraban miserables, incluso los que iban en chancletas y piratas.
Cada vez eran más los que pensaban que, en primer lugar, habían cometido un gran error al bajar de los árboles. Y algunos afirmaban que los árboles habían sido una equivocación y que nadie debía haber salido de los mares.
Y entonces, un jueves, casi dos mil años después de que clavaran a un hombre a un madero por decir que, para variar, sería estupendo ser bueno con los demás, una muchacha que se sentaba sola en un café de Rickmansworth comprendió de pronto lo que había ido mal durante todo el tiempo, y descubrió el medio por el que el mundo podría convertirse en un lugar tranquilo y feliz. Esta vez era cierto, daría resultado, y no habría que clavar a nadie a ningún sitio.
Lamentablemente, sin embargo, antes de que pudiera llamar por teléfono para contárselo a alguien, ocurrió una catástrofe terrible y estúpida y la idea se perdió para siempre.
Ésta no es la historia de la muchacha.
Sino la de aquella catástrofe terrible y estúpida, y la de algunas de sus consecuencias. [Douglas Adams]
En el mismo instante en que esa catástrofe ocurría, un adolescente con herpes labial saltó de un descapotable en marcha en un patético intento de contradecir las leyes físicas más elementales y, de paso, granjearse una fama potable entre sus amigos.
Aunque, por supuesto, las leyes físicas más elementales carecen de sentido cuando descubres asombrado que, realmente, tirarse de un descapotable en marcha con un herpes labial no mola nada. No a no ser que estés en el descapotable.
En ese sentido, la terrible catástrofe fue lo suficientemente terrible para ocultar la desgracia mental de ese pobre chaval.
Otra de las cosas que ocurrían mientras esa muchachita se acercaba a una cabina telefónica para llamar resultó ser la consecuencia directa y esperada de la fama de la carátula del disco Abbey Road, de los Beatles, que, para ser sinceros, no era escuchado por ninguno de los interfectos de las chancletas y los piratas.
Una de las carátulas había sido brutalmente saboteada para colocar Playmóbiles en el lugar que correspondía al grupo musical, y habría tenido el mismo éxito, sino más, que la idea de la muchacha, de no haberse sucedido una serie de catastróficas desdichas, a lo Lemony Snickett, que acabarían con el segundo advenimiento de J.C., y la Historia del Rubio.
Todo esto, sin embargo, nadie lo sabía, y los Playmóbiles que formaban la parodia nada podían hacer, salvo protestar con gritos mudos y cortes de mangas invisibles, y desearle miles de cosas desagradables al desquiciado que había hecho el montaje y a toda su especie.
Y por Bob que sucedieron.
El problema es que desear la extinción de una raza tan extendida como la de los tíos con chanclas y piratas, en un planeta tan insignificante, y con las capacidades motrices seriamente dañadas tiene sus desventajas.
Ninguno de los cuatro han sobrevivido.
Y muy pocos han vuelto a la vida.